DAVID GISTAU
La penitencia de Urdangarin a la puerta de los juzgados coincide con un momento de gran resentimiento social con coartada ideológica. De ahí la catarsis de la venganza, de la humillación consentida, paralela a la de la Justicia y harto más primaria que ésta. Como a la gente le ha sido concedida una bula general para el cabreo y su evacuación, como un megáfono es ya más representativo que una cámara parlamentaria, y una consigna que encaje en un tuit más eficaz que una reflexión, cualquier bandarra que se aposta en una esquina buscando ángulo para tirar huevos recibe trato de ejemplo moral y abre los informativos. La tragedia que en Palma se ha repetido como farsa es el tomatazo a la carreta hacia la guillotina del Borbón, o de su yerno, ya cazado, o de su hija, casi acorralada, entremeses con los que abrir boca en lo que tarde en ser cobrada la gran pieza.
Porque el griterío de ayer nada tiene que ver con la rendición de cuentas de un hombre por sus presuntos delitos. Antes identifica el oportunismo del odio que encuentra rendijas por las cuales corroer. Es un sans-culotismo soez al que también se han entregado personas de mente más sofisticada, directores de periódico que querían a Urdangarin pisando la puta calle para incrementar su exposición -y su escarnio alegal- y que ya le han motejado de estafador sin esperar sentencia. El único desquite de Urdangarin, con el que además reparó la ridícula carrera de fugitivo ante las cámaras, consistió en bajar del coche voluntariamente y en caminar con una tiesura demacrada que, por un instante, le hizo más digno que su piquete de gritadores. Y esto que digo no contradice el deseo de que pene por sus presuntos delitos, si los cometió, y de que se aclaren los privilegios subterráneos de la Corona, si procede: hablo de lo que sucede fuera del juzgado, de la bilis, de las motivaciones políticas, hasta de la rapiña de los programas del corazón. De la chusma que somos.
Este servidor de ustedes fue educado en una tradición republicana. Aunque al decirlo siempre tenga que agregar, a modo de asterisco a pie de página, la explicación de que no me refiero a una república sectaria y secuestrada por la extrema izquierda, que es como se la entiende aquí: una ideología antes que un régimen vinculado con la democracia liberal. Querría por tanto que en mi primer país rigiera una república presidencialista comparable a la de mi segundo país, Francia. Pero fue ver a quienes la pidieron a las puertas del juzgado de Palma, fue escuchar a esos odiadores con pañuelos palestinos e incapaces de elaborar una frase compleja, y anticipé ya, mientras se tambalea la Corona, lo que dijo Ortega del frentepopulismo: "No era esto, no era esto".
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