Reproduzco integramente el artículo del gran profesor e historiador Ricardo García Cárcel sobre Joaquín Costa, publicado ayer en el ABC CULTURAL:
23 de enero de 2011 - número: 981
La figura de Joaquín Costa, desde su muerte en 1911, ha suscitado no pocos acercamientos biográficos. Unos con un sobreexceso de glosas laudatorias (Antón de Olmet, 1917; Gambón y Plana, 1911), controlando mal la tentación hagiográfica. Otros, parecen regodearse en la ternura del fracaso (Ciges Aparicio, 1930), en su pobreza (Martínez Barselga, 1918), o en la tristeza de lo que pudo ser y no fue (Azcárate-Posada, 1919). George J. G. Cheyne, profesor de la Universidad de Newcastle, asumió en 1972 el reto de escribir una biografía de Joaquín Costa, que nos clarificaría muchas sombras del intelectual aragonés. Después de este libro, el interés por Costa ha ido in crescendo y el propio historiador británico publicó la correspondencia de Costa (con Bescós, Giner de los Ríos y Altamira), y otros muchos trabajos, en los que colaboró activamente con Eloy Fernández Clemente, uno de los intelectuales aragoneses y aragonesistas de mayor prestigio, además de costista apasionado.
Artesano y albañil
Cheyne murió en 1990 y ahora, al calor del centenario en 2011 de la muerte de Costa, se reedita su libro de 1972, manteniendo el magnífico prólogo que escribió entonces Josep Fontana y añadiendo un epílogo del citado Fernández Clemente, que evidencia la impresionante bibliografía que Costa ha provocado en las últimas décadas. Se ha reeditado Oligarquía y caciquismo múltiples veces y su autor se ha convertido en santo y seña de las instituciones aragonesas que promueven su estudio y lo capitalizan como ídolo reverenciado del patrimonio aragonés.
En cualquier caso, casi cuarenta años después de la publicación del volumen de Cheyne, y con una abundante producción historiográfica sobre Costa (la obra más destacable en los últimos años, por cierto, es la de Alfonso Ortí), el trabajo de Cheyne sigue estando vigente y siendo útil para conocer a Joaquín Costa, un personaje sin duda apasionante por su trayectoria y por su obra. Joaquín Costa Martínez nació en Monzón en 1846. De familia numerosa y humilde, su adolescencia la pasó en Graus, trabajando en la tierra y sintiéndose profundamente infeliz.
Vivió en Huesca de 1862 a 1867, donde estudió en el Instituto General y Técnico, al mismo tiempo que trabajaba de artesano y albañil. Un concurso para seleccionar «doce artesanos discípulos observadores de la Exposición Universal de París» fue ganado por Costa, lo que le llevó a París en 1867, residiendo en esta ciudad nueve meses. La experiencia francesa incentivó aún más su capacidad de trabajo y voluntad de superación. El retorno a España fue duro, especialmente hasta que pudo iniciar sus estudios en la Universidad de Madrid en 1870. Se doctoró en Derecho civil y canónico en 1874. Se presentó sin éxito a múltiples oposiciones universitarias. Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza fueron su refugio a partir de 1876. Fracasado sentimentalmente, acomplejado por muchas dolencias físicas, de 1876 a 1890 se entregó plenamente a la actividad intelectual.
Pobreza y soledad
Su vida profesional encontró finalmente el reconocimiento a través de la abogacía y la docencia universitaria en el marco de la Institución. Tuvo una hija, Pilar Antígone, con la viuda de un amigo. Nunca se casó y la relación con su hija no fue muy efusiva. Rompió con la Institución Libre de Enseñanza; se involucró en el pleito de la Villa de la Solana contra la Iglesia y se convirtió en el enfant terrible de la vida política española, perdiendo batallas sin cesar (premios, cátedras que merecía, intento de formar un partido político) hasta su muerte, tras un enorme deterioro físico, Justificar a ambos ladosen enero de 1911. ¿Loco desaforado? ¿Santo civil?
Para Cheyne, Costa fue la conciencia atormentada de la España que le tocó vivir, un hombre lastrado por la atrofia progresiva muscular que empezó en los brazos y acabó por incapacitarlo, una persona marcada toda su vida por la pobreza y la soledad, con problemas afectivos, sin ideología de partido (de ahí los muchos usos que se han hecho de su figura) y, en cualquier caso, soñador de una España distinta, regenerada moralmente, por la que luchó y por la que murió con su complejo de perdedor histórico a cuestas. El libro de Cheyne no solo servirá al lector para reencontrar a Joaquín Costa y debatir sobre las responsabilidades políticas y sociales de los intelectuales, sino para redescubrir al excelente hispanista británico que fue George J. G. Cheyne.
Ricardo García Cárcel
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