Genial el filósofo Gabriel Albiac en este artículo -para enmarcar- que hoy publica en el ABC, y que todos los historiadores deberíamos tener presente. Lo reproduzco integramente:
Columnas / CAMBIO DE GUARDIA
Un réquiem español
Sentimentalizar la historia es arrojarse al peor de los riesgos: el de un subjetivismo irracional
Día 13/10/2010
EN mi memoria, la pétrea masa gris del Valle de los Caídos cifra todo el espanto de los peores años. Mi infancia está marcada por el peso de aquel icono de muerte, que yo hubiera deseado que no hubiera existido nunca. Existió. Porque mis padres perdieron una guerra que los padres de otros ganaron. Y con parte injusta de cuyo pesado precio hubimos de cargar nosotros. Y claro que es jodido, ¿pero quién ha dicho que la historia sea justa? Ni la memoria de ellos ni la mía es revocable: morirá con nosotros; paciencia, ya no queda tanto. Escribe San Agustín, en líneas prodigiosas, que ni siquiera Dios puede hacer que lo que fue no haya sido.
Procuro no mezclar mi memoria con la historia; aún menos con la política, que todo lo envilece y que de todo sabe hacer materia para que alguien se enriquezca. Distinguir verdad y afecto es norma de supervivencia moral básica. La memoria es afectiva y no sabe de más verdad que la que cada uno de nosotros es en los pocos momentos en los cuales accedemos a confrontarnos con ese solitario silencio de la habitación a oscuras, en el cual cifra Blaise Pascal lo más verdadero y al tiempo lo más trágico, de la condición humana. La historia es —debe serlo— glacial e indiferente: clasificar, recopilar, ordenar datos, tratar de comprender qué causas los rigieron, narrar, no atribuir valores nunca a aquello que se analiza, jamás servir como herramienta de partido, ni siquiera del partido al cual amamos, si es que tal cosa es posible. Sentimentalizar la historia es arrojarse al peor de los riesgos: el de un subjetivismo irracional. Negar nuestros afectos es segura garantía de manicomio.
Entre ambos, razón y afecto, se mueve sin cura la vida de los hombres. Negociamos con nosotros mismos y con todos los otros, para evitar que el choque de nuestros dispares sentimientos nos destruya. Y la racionalidad básica de la supervivencia consiste en saber que lo que nuestros afectos nos imponen como evidencia moral es tan horrible para otros, cuanto para nosotros lo es lo que dictan los suyos. No es sólo cosa de España, no seamos arrogantes. O provincianos. Es el drama en cuyo equilibrio vivieron todas las sociedades en todo tiempo. ¿Alguien piensa de verdad que el desgarro sangriento que heredamos de la guerra civil es de entidad mayor que aquel con el cual el recuerdo del nazismo marcó a fuego a los alemanes de después del 45? ¿Alguien piensa de verdad que fue menos amarga la constancia de la masiva colaboración en Francia que el peso del asesinato en familia durante la guerra de España…? Se sobrevive a lo más desgarrador. O se deja que ello nos mate. Vivir para rememorar permanentemente el desgarro, vivir —y es lo peor— para buscar en él rentabilidad política, no es vivir; es arrastrar la triste condición de eso a lo cual el gran Bram Stoker llama un «no-muerto», insepulta criatura que vaga entre dos mundos.
La arquitectura del Valle me parece tétrica. Y sigo deseando, aún hoy, que nunca hubiera existido. Pero debajo hay muertos. Incontables. O, lo que es peor, contados. Amasijo del dolor de hace casi ya tres cuartos de siglo. Y ese dolor es sagrado. Aun para quienes en nada creemos. Humano es aquel que no perturba el silencio de los muertos.
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