Apuntes y comentarios de Historia de España para 2 Curso de Bachillerato escritos por la profesora Ana Galván Romarate-Zabala. Si los utilizas, cita las fuentes.
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domingo, 19 de diciembre de 2010

Aviso para todos mis alumn@s de Historia de España



Querid@s alumn@s,
Ya tenéis todos los temas de la materia de Historia de España en el correito, ordenados numericamente, para que no os hagáis ningún lío a la hora de estudiarlos.
Si tenéis alguna duda, me podéis escribir en el blog.
Saludos y hasta pronto.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Robert Capa, en el CAAM

Robert Capa, en el CAAM
Hasta el día 30 de diciembre. Intentad ver esta exposición, si puede ser, con la visita guida (se solicita llamando al museo).
Reproduzco aquí integramente, para ir entrando en el tema, el excelente artículo de Carman Grimau sobre Robert Capa publicado en LD. Sin desperdicio.

ESE "ALGO MÁS" DE ROBERT CAPA

De fotos trucadas

Por Carmen Grimau

Jacques Rigaud, secretario de Cultura del Gobierno de Georges Pompidou, gestor de prestigio a quien debemos el primer proyecto del museo del Quai d'Orsay, dejó escrito lo siguiente: "Al llegar a cierta edad, uno ya no visita museos ni exposiciones, le basta con frecuentarlos". La sabiduría adquirida con los años se mueve en una elipsis elegante y benéfica para el alma.

Pues bien, con ese estado de ánimo en la cabeza, y habiendo alcanzado la edad que me permite frecuentar aquello que un día estudié con tesón, el último día de agosto atravesé la puerta acristalada del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Recorrí con los párpados aún sudados por el calor de la calle la colección de fotografías del International Center of Photography de Nueva York. Las contemplé de lejos, envolviéndolas en una misma visión circular, sin detenerme en ninguna; no hacía falta. Mi primera educación sentimental se forjó con esas mitologías en blanco y negro que muy sabiamente fabricó el fotógrafo judío húngaro-americano Robert Capa, cuyo verdadero nombre era Endre Friedmann.

Tenía delante de mí los escenarios bélicos que Capa cubrió durante más de veinte años: la guerra de España, la guerra chino-japonesa (1938), la caída de Barcelona (1939); los bombardeos sobre Londres de 1941, la campaña de los Aliados en el norte de África, Sicilia e Italia; el Día D, el desembarco americano en la playa de Omaha (1944); la guerra de independencia de Israel, en el 48, y finalmente la guerra de Indochina, en 1954, donde pisó una mina vietming: saltaba así por los aires a los cuarenta años, pero le dio tiempo para convertirse en un triunfador mítico y adinerado. Moría haciendo su trabajo, igual que su colega y amiga Gerta Taro en Brunete, en el verano del 37.

Robert Capa.Richard Whalen, su biógrafo, ha hablado del estilismo propio de Capa. Sin duda es notable. En todas sus fotos hay una pátina especial que les otorga una plasticidad única y homogénea. Capa capta el espesor del aire detenido en los cuerpos retratados.

En todas las geografías, esa misma similitud. Los soldados españoles en Teruel o los franceses en Thai Bin, miméticos todos, caminan de espaldas con el fusil entre las manos, indiferentes a la cámara del fotógrafo que los sigue. Una idéntica superficie de luz y contraluz recae sobre lo humano.

Nadie discute ya lo evidente: sus fotos son unos magníficos artificios de afectación estetizante. Fotos amañadas, cuidadosamente creadas para las portadas internacionales. Porque Robert Capa es un profesional y trabaja con contratos para revistas europeas y americanas de tiradas millonarias: Vu, Regards, Match, Picture Post, Ce Soir, Life. Sólo en 1947 optará por crear su propia agencia, Magnum Photos, con Henri Cartier-Bresson. Conocerá entonces una vida desahogada, de viajes millonarios, de amores sin ataduras –ni siquiera con la bella Ingrid Bergman–. Distante siempre, no pierde el humor judío made in Hollywood:

No basta con tener talento, además hay que ser húngaro.

***

Nada más engañoso que una foto de guerra.

Nunca tuve mucha fe en las fotos de aquellas décadas: existen demasiadas tomas falseadas, con hombres camuflados, identidades cambiadas; otras borradas, y algún que otro pie de foto que es una sentencia de muerte.

¿Instantáneas o montajes? Ambas cosas. Porque ambas cosas son consustanciales a la foto. Capa no se engaña; tampoco engaña. Explicará en sus memorias de guerra, Slightly out of focus ("Ligeramente desenfocado"), la naturaleza misma de su arte:

La foto es una parte del acontecimiento (...) y es algo más que la verdad del asunto.

Ese "algo más" es exactamente lo que hace Capa. Dispara con su Leica y en esas imágenes se dan a la vez la falsificación y la apariencia. En fotografía, lo natural es el artificio. Por ello, el enorme talento de Capa está a la altura del negocio de las mixtificaciones, que bordea la trampa y cuya veracidad está puesta permanentemente en tela de juicio.

El escritor Irwin Shaw, que coincidió con Capa en Israel, definió el embrujo de sus fotografías:

Capa es una influencia peligrosa porque ha perfeccionado el truco de convertir la vida en las ciudades bombardeadas y los horribles campos de batalla de nuestro tiempo en algo alegre, elegante y atractivo.

Extrañamente, no hay dolor en sus fotos, donde sí abundan los muertos, los huidos, los heridos. Su propio estilismo lo corta de raíz, no hay sangre, ni muecas, sólo desolación enfatizada.

La artificiosidad de su arte no supone, sin embargo, impostura moral. Se crece, quiere vender portadas que le reporten dinero, y se arriesga:

El corresponsal de guerra tiene su apuesta –su vida–. En sus propias manos (...) Soy un jugador.

Manda desde España los clichés tomados en los frentes, con fechas y lugares que hoy se han revelado inexactos. Descuida esos pequeños detalles. No le parecen relevantes, pues sólo obedecen a la premura. Por ello, apaña la escenografía. Añade, modifica, perfecciona: ¡esto es la guerra! Es un profesional apasionado. El magnetismo de lo humano funciona y alimenta la lucha ideológica. Y además sabe lo que quieren los magnates de la prensa internacional y "el trust de Willy Muenzenberg", el jefe del Comintern.

El jovencísimo Endre Friedmann de veintipocos años ya se ha convertido definitivamente en Robert Capa. El talento de éste arrolla a aquél. Lo fagocita. Las triquiñuelas son su especialidad, y l'esprit du temps le favorece. Capa es un hombre versátil, con simpatías claras por la izquierda, pero su modus vivendi está muy alejado de la austeridad y la disciplina ideológica del mundo comunista, y se siente cautivado por el cine de Hollywood, el póquer y la buena vida. Y, siendo hijo de sastre, siente veneración por la elegancia.

El personaje se hace leyenda. Y la leyenda conlleva automáticamente el enigma. La famosa maleta encontrada en México en 1995, repleta de clichés de Capa y Taro, permitió aclarar ciertos interrogantes sobre la composición de la foto-icono del miliciano del cerro Muriano.

Una foto trucada: ni la hora, ni la fecha, ni el lugar, ni el personaje ni el enfrentamiento se atienen a la estricta verdad. Hay un pequeño desajuste. Está ligeramente preparada. Como queda demostrado en el documental La sombra del iceberg, Capa y Taro solían pedir a los milicianos que posaran, y éstos aceptaban el homenaje con gratitud.

La preparación de las fotos produce resultados plásticos espectaculares; una me llamó especialmente la atención: rodilla en tierra y con zapato de tacón, una miliciana apunta al infinito con un fusil; el zigzagueo corporal es cautivador. Leo el pie de foto: "Entrenamiento de tiro en la playa de Barcelona".

Zapato de tacón y pistola: solapé durante unos segundos el silueteado de la chica Bond de los años 60 con ésta del año 37.

***

Si hablamos de espías, el entorno de Capa está repleto. Espías en el frente antifascista occidental y en el oriental. Esos extraordinarios mitos Made in Moscow que fueron Arthur Koestler, Philby o Richard Sorge, por citar sólo a mis preferidos. El primero de ellos fue el único que acabó por alejarse de la realidad trucada. Tan artificiosa como las fotos de Capa. Además, Koestler resultó ser un espía demasiado rocambolesco. En La escritura invisible anotará, con toda su sensibilidad racional:

Lo mismo que (...) otras guerras, la de España fue una mezcla de vanidad y sacrificios, de elementos grotescos y sublimes, sólo que en mayor medida, porque las guerras ideológicas son, en cierto modo, más artificiales, confusas y absurdas que las tradicionales (...) que se llevan a cabo entre las naciones.

En las fotos de Capa hay espacio para el héroe anónimo, para "un héroe muy discreto", por retomar el título del artículo que publicó el otro día en ABC Fernando García de Cortázar.

El héroe valiente que, como el Atticus de la novela Matar a un ruiseñor, sigue su lucha a solas. Como el soldado de espaldas a la cámara, sigue avanzando. García de Cortázar recuperaba una de las frases más conmovedoras de la novela, que asociamos inevitablemente a la voz pausada y el rostro avejentado de Gregory Peck:

Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final, pese lo que pese.

Hermoso.

Una pena que fuese Harper Lee escritora de un único libro.

Y más sobre el tema en el blog de Santiago González.

martes, 14 de diciembre de 2010

Solución Comentario de Texto Nº 2 (Enric Prat de la Riba)

SOLUCIÓN COMENTARIO DE TEXTO “LA NACIONALIDAD CATALANA”


Este texto es un fragmento del libro “La nacionalidad catalana” de Enric Prat de la Riba.


Prat de la Riba fue un representante destacado del nacionalismo catalán, católico y conservador, de la etapa de la Restauración. Fue abogado y político, perteneciente a los partidos Unión Catalanista y la Liga regionalista catalana. Intervino en la elaboración del primer manifiesto catalanista de la Historia: las”Bases de Manresa”.


Este documento es de carácter político-social, siendo sus destinatarios principales historiadores, politólogos, el pueblo catalán y el gobierno de la Restauración.


Este texto está fechado en el año 1906, por tanto cabe encuadrarlo en la etapa de la Restauración. La Restauración fue un período estable de nuestra historia, que se extiende desde el año 1874, año en el que se pone fin a la Primera República española, restableciéndose la monarquía borbónica y termina en 1923 cuando el general Miguel Primo de Rivera, con su pronunciamiento militar da paso a una dictadura. La Restauración tuvo como fundamentos políticos básicos a las Cortes y el Rey, a la Constitución de 1876 –la más longeva de nuestra historia- , al caciquismo y al turnismo. Cánovas del Castillo fue el factótum o ideólogo de este fraudulento sistema de alternancia política entre los dos principales partidos burgueses: el conservador, liderado por él mismo, y el Liberal, capitaneado por Sagasta. Buscaba, así, neutralizar a la oposición política formada por republicanos, carlistas, movimientos obreros y partidos nacionalistas y evitar la injerencia del ejército en la política.


Este escrito nos da las claves para analizar el nacionalismo catalán conservador de la etapa de la Restauración.


En primer lugar, Prat de la Riba comienza aludiendo al principio básico de todo nacionalismo: a cada nación, un Estado. Esta aspiración legítima, que él define como “fórmula política del nacionalismo”, va ligada al desarrollo de lo que denomina como “pannacionalismo”, es decir, la aspiración a que todos los territorios de la misma nacionalidad se agrupen bajo la dirección de un Estado único. Interpretamos así, que según este autor, el pueblo catalán aspira a convertirse en una nación, con un Estado propio.


A continuación, se muestra partidario de que España sea –aunque no cita esta palabra- un Estado federal unido y señala que esa unidad de los “pueblos ibéricos” es fruto de siglos de connivencia. En este punto, Prat se olvida de otras regiones españolas como Canarias, Baleares, Ceuta o Melilla.


Más adelantes, llega a asegurar que “el nacionalismo catalán nunca ha sido separatista”, afirmación que causaría estupor en los actuales políticos nacionalistas catalanes.


Por último, considera que el nacionalismo es el camino que lleva al progreso.


En efecto, los movimientos regionalistas y nacionalistas experimentaron un gran auge durante la etapa de la Restauración, época de desarrollo industrial y de la influencia de movimientos culturales como el Romanticismo. También se vincula con la pujanza de la clase social burguesía, especialmente en Cataluña y el País Vasco. Por lo general, los movimientos regionalistas ponen el acento en la reivindicación de los aspectos culturales de un pueblo (lengua, folklore, etc.) mientras los nacionalismos, unen a lo anterior, reivindicaciones de carácter político, que oscilan desde la aspiración de mayores cotas de autogobierno (nacionalismo moderado) hasta la independencia o autodeterminación (nacionalismo radical). Prat de la Riba representa la vertiente moderada y conservadora del nacionalismo catalán de la Restauración. Fue uno de sus principales ideólogos, autor además, del texto que recoge en lo esencial esta tendencia: las “Bases de Manresa” (1891). Pero el nacionalismo catalán no era homogéneo. Existía una vertiente republicana y laica (minoritaria) frente a la conservadora, católica y burguesa, representada por Prat de la Riba, entre otros. El catalanismo de Prat propugnaba que Cataluña fuera considerada una nación y por tanto, que necesariamente debía constituirse en un Estado propio, aunque dentro del Estado español. En definitiva, es partidario de que España se convierta en un Estado federal y no aspira a la independencia. Por lo demás, Prat de la Riba poseía una visión del pasado de una Cataluña romántica, donde los reyes castellanos habían estado agraviándola sistemáticamente. Asimismo, era partidario de participar en la vida política española para inclinar sus leyes a los intereses catalanes.


En paralelo al nacionalismo catalán, encontramos el nacionalismo vasco que tuvo en Sabino Arana a su principal formulador. Su ideología xenófoba y antiespañola, -denominaba maketos a los emigrantes españoles que trabajaban en el País Vasco- tuvo un cierto arraigo entre las clases medias y las zonas rurales.


Ambos, el nacionalismo catalán y el nacionalismo vasco con sus reivindicaciones, servirían de modelo para otros nacionalismos como el aragonés, canario, valenciano, gallego, etc.


En conclusión, este documento sintetiza las bases sobre las que se asienta el catalanismo moderado de Enric Prat de la Riba.

sábado, 11 de diciembre de 2010

TRABAJO VOLUNTARIO PARA LA 2ª EVALUACIÓN

TRABAJO VOLUNTARIO INDIVIDUAL PARA LA SEGUNDA EVALUACIÓN

Este trabajo consiste en realizar una ficha de uno de los libros de temática histórica que os recomiendo. Debéis ceñiros a las pautas que os doy, en caso contrario, no corregiré el trabajo. Formato: papel, en pdf o word.
La entrega NO es digital, me lo entregais en mano.

Fecha de entrega: JUEVES 12 DE ENERO. La correcta realización de este trabajo puede implicar un punto más en la nota de la Segunda Evaluación.

PAUTAS PARA REALIZAR LA FICHA DEL LIBRO DE LECTURA

Portada (creativa y artística). En ella debe constar: título y autor de la obra y la persona que ha realizado la ficha, el grupo de 2 Bachillerato al que pertenece, la materia (Historia de España) y la fecha (mes y año)

  1. Ficha técnica

    1. Autor (breve ficha biográfica)
    2. Título
    3. Editorial
    4. Lugar y fecha de edición (de la obra y de tu edición)

  1. Análisis del texto

    1. Momento histórico en el que se desarrolla el argumento (explicación de las circunstancias políticas, económicas, sociales, etc. Al menos debes desarrollarlo en una página)
    2. Argumento (resumen de no más de dos páginas)
    3. Personajes: descripción de los principales personajes (2 o 3)

  1. Cuestiones del texto
  • Selecciona cuatro párrafos del texto (cópialos en tu trabajo indicando la/s página/s) que introduzcan referencias históricas acerca de aspectos relevantes desde el punto de vista social, económico, político, etc. Realiza un amplio comentario de los mismos ampliando la información en ellos contenida a partir de los apuntes, libro de texto, etc.
  • Elige algún personaje de la obra y describe su pensamiento, actividades, etc., comentando con detalle la clase a la que pueda pertenecer y sus características así como el modo de obrar en la novela. Justifícalo con fragmentos del texto.

4. Conclusión

LIBROS RECOMENDADOS:

  • Campoamor, Clara, La revolución española vista por una republicana, Sevilla, Espuela de Plata, ed. 2009. (Historia contemporánea de España).
  • Dueñas, María, El tiempo entre costuras, Ed. Temas de Hoy Novela, Madrid, 2009. (Deslumbrante novela que abarca varias etapas y sucesos históricos: guerra civil española, segunda guerra mundial, franquismo, etc.)
  • Mendoza, Eduardo, Riña de gatos. Madrid 1936. Premio Planeta 2010, Ed. Planeta, 2010. (Novela con trasfondo histórico y artístico ambientado en los albores de la Guerra Civil en Madrid).
  • Orwell, George, 1984, Ed. Destino, ed. 2009. (Sobre los totalitarismos)
  • Orwell, George, Homenaje a Cataluña, Virus Ed La LLevir, Barcelona, ed. 2000. (Sobre la guerra civil española).
  • Vargas LLosa, Mario, La fiesta del chivo, Colección Punto de Lectura Latinoamericano, Madrid, 2006.. (Contra los totalitarismos).

Amarás al líder sobre todas las cosas


Espeluznante video realizado por el gran reportero Jon Sistiaga sobre el ejemplo más acabado de dictadura militar comunista: Corea del Norte. Muy recomendable.
La imagen muestra la diferencia palpable en desarrollo económico entre Corea del Norte y Corea del Sur. ¿Qué os parece?

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Pasión por la lectura

Saludos.
Los resultados sobre el nivel de la educación española, según el último informe Pisa, son demoledores. Es escandaloso que de cada tres alumnos españoles, dos tienen dificultades de comprensión. A mi modo de ver, el origen de este gravísimo problema, que nos lleva a verdaderos casos de "analfabetos funcionales" es la falta de pasión por la lectura. Es necesario leer, leer y leer.
Para estudiar Historia, por ejemplo, es esencial. No se puede estudiar, no se puede aprender, si no se comprende, os lo digo muchas veces en clase. Siempre os recuerdo que los alumnos que más nota sacan en Historia son los que mejor redactan.
Traigo hoy a colación el impresionante discurso que Mario Vargas LLosa, el último y flamante Premio Nobel de Literatura, leyó ayer en Estocolmo con motivo de la entrega de este premio. Sus palabras versaron sobre "Elogio de la lectura y la ficción". Podemos considerarlo como un verdadero manifiesto, claro y conmovedor, de su pasión por la literatura, así como por Perú y España,
dos países a los que honra y ama profundamente. Es un texto para enmarcar.
Os reproduzco integramente su discurso:

Elogio de la lectura y la ficción

MARIO VARGAS LLOSA 08/12/2010

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, se emocionaba leyendo a Neruda , a Flaubert ,me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de "todas las sangres". No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro", siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban "el pie ajeno" -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: 'Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.


lunes, 6 de diciembre de 2010

Hoy es el 32 "cumpleaños" de nuestra Constitución

Aunque no es la Constitución más longeva de nuestra historia, nuestra Carta Magna cumple ya 32 años. Y es la primera vez que celebramos esta efemérides bajo el Estado de Alarma, algo que no sucedía en España desde la Guerra Civil. Ni siquiera ocurrió con el 23 F ó el 11 M..Santiago González trae a colación en su recomendable blog lo que dice nuestra Ley de Leyes sobre este tema. Por su interés, lo reproduzco integramente:

32 años ya


Hoy se cumplen 32 años del día en que los ciudadanos españoles fuimos llamados par votar en referendum la Constitución española. Hoy, la celebración estará marcada por la previsión contemplada en su
Artículo 116.
1. Una Ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio y las competencias y limitaciones correspondientes.
2. El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo. El decreto determinará el ámbito territorial a que se extienden los efectos de la declaración.
3. El estado de excepción será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros, previa autorización del Congreso de los Diputados. La autorización y proclamación del estado de excepción deberá determinar expresamente los efectos del mismo, el ámbito territorial a que se extiende y su duración, que no podrá exceder de treinta días, prorrogables por otro plazo igual, con los mismos requisitos.
4. El estado de sitio será declarado por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, a propuesta exclusiva del Gobierno. El Congreso determinará su ámbito territorial, duración y condiciones.
5. No podrá procederse a la disolución del Congreso mientras estén declarados algunos de los estados comprendidos en el presente artículo, quedando automáticamente convocadas las Cámaras si no estuvieren en período de sesiones. Su funcionamiento, así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no podrán interrumpirse durante la vigencia de estos estados.
Disuelto el Congreso o expirado su mandato, si se produjere alguna de las situaciones que dan lugar a cualquiera de dichos estados, las competencias del Congreso serán asumidas por su Diputación Permanente.
6. La declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio no modificará el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las Leyes.
¿Que quiere decir "reunido inmediatamente al efecto"?

Ojo al punto 6